LA VIDA, LA CASA Y LOS SUEÑOS EN LA PERIFERIA

Por Oscar Becerra Mejia, Serie Ciudad y Habitat –  No. 3  – 1996

Está despierto. Salir temprano para instalarse en algún lugar de la calle y hacer sus ventas, es su costumbre. Pero le advirtieron sus familiares que no saliera antes de las 6 a.m., las pandillas acechan en el barrio. La pieza le parece cómoda, allí están todos, los padres y los más chicos en la cama, él y los otros y las otras, en los colchones, en el piso. La pieza es segura, está construida en material con plancha y dos puertas de metal. Allí en la tarde se entra todo: la estufa, los platones, la ropa húmeda y la gallina, con este ritual se asegura que amanecerán.

Al salir hoy, deberá recordar cómo en toda ciudad, por qué calles debe caminar. Todas son iguales, con charcos, con casas a medio hacer; en un piso hay de «paroy» (materiales perecederos), con fachadas iniciadas en material y el rancho atrás, hay malos olores, no hay agua y la escuela es muy pequeña. Recuerda cuando una vez tuvo que encontrar un puesto de salud urgentemente. Fue más fácil encontrar el tesoro en la Isla Perdida, fábula que conoce, repite y acomoda a su vida cotidiana: «encontrar el tesoro».

Aquí, los administradores de la ciudad y los diseñadores, le han montado la guerra a los vendedores ambulantes. En sus discursos apluadidos por unos ciudadanos de centro comercial, que conocen el centro de la ciudad solamente a través de programas televisivos del canal regional; reclaman un espacio público sin ellos, que son la vida de la calle. A estos habitantes de unidades residenciales vigiladas y enmalladas les gustaría emitir un decreto por medio del cual desde sus oficinas se vean ciudadanos encorbatados transitando para lograr «la ciudad bonita», «la ciudad de todos». De soslayo ve un titular de periódico: «La fuerza pública, recupera el espacio público». «No le bote mente», mejor es pisarse, con un amigo le avisará a sus parientes la decisión.

Mirar desde la ventanilla del bus estos barrios que al estar en una loma con un río abajo, parecen una cascada de guadua y tejas, expresión estética del hábitat construido por el esfuerzo diario de millones de pobladores de momento, le parece un sueño. Llegará al barrio «La Victoria» donde también parte de su familia tiene una casa. Calles pendientes con olores a fríjoles y frito, con los perros, que como su «toto», son siempre idénticos: pequeños, gorditos, de pelaje corto en blanco y negro; comedores de «sobrados» que saben menear la cola y defender la casa.

En el camino, contento por el encuentro, compra la «parva» y unas pastillas de chocolate. Oirá la historia del desempleo en el café y se tomará unos aguardientes con ese compadre que como él, de feria en feria ha luchado y conocido su país.

Es una Familia numerosa, trabajadora en donde se recuerda la finca de los abuelos. De allí salieron para defender sus vidas. En la ciudad fue difícil, más de una vez les destruyeron sus ranchos: migrantes considerados como «nuevos bárbaros» por los urbícolas. Allí, construyendo en estos nuevos barrios dejaron sus vidas varios hombres, mujeres y niños.

En el recuerdo quedan las fechas de su fundación: 1 de mayo, 7 de agosto, 20 de julio; otros evocan la utopía: El Triunfo, El Esfuerzo, El Porvenir o el nombre del santo protector y en algunos desafortunados casos el nombre del político promesero.

Por la empinadas calles siempre hay el color que resalta las guaduas y el bahareque y los aleros que cobijan los pisos en tierra. Colgadas de los aleros, pegadas a las paredes, abundan las matas. Alguna propuesta ecológica saldrá cuando los investigadores urbanos descubran que: Los Geranios, los Novios, las Dalias, el Cilantrillo, la Lluvia de Estrellas, Rosas, Claveles, Espuma de Mar… Sembradas en bacenillas y tarros de cuanto producto hay, perduran y son testimonio de amor y entusiasmo de las mujeres siempre orgullosas de sus flores. Así también es su mujer, siempre en la casa, pendiente de los hijos y su regreso.

Feria regular que le anticipó este viaje interminable. Desearía ir en un intermunicipal «termo» de esos con T.V. El deseo encuentra su límite en los costos, además sus paradas son en comedores costosos. Este mochilero, así lo demore más le da un sentido de pertenencia; hasta se puede fumar. La troncal pasa por sitios históricamente muy nombrados del Magdalena Medio, dicen que es insegura. Pilas, un retén. En la «requisa» los miran y tratan como sospechosos, los raquetean, identifican y amenazan.

Dormir en el bus amarrado a sus pertenencias y la platica que lleva encaletada en los «güevos», forman parte del generado ritual de «no dar papaya». Una sombra se acerca al conductor, otras sombras dicen: «quietos gonorreas». Ahora está con los otros pasajeros, sin plata y asustado; al menos le dejaron la «merca». Un asalto de carreteras más, sin asesinatos, sin quema del bus, con este contexto nadie lo sabrá. Este cotidiano, como es usual en los medios de comunicación, no será noticia.

Con la velocidad de los aterrorizados llegan a la Arenosa, improvisa un sitio para sus ventas. Consigue para desayunar y lo del colectivo. Oye, cuadro tu que te cree ocupando la vía, jooda, mejor te pierdes ya con tus cachibaches. Ante la agresión y defendiéndose contesta con el mismo acento. El es de cualquier lugar, de cualquier región; el es igual a las calles de los vendedores ambulantes que son idénticas, como ambiente y expresión en todo el país. Tal vez de tanto vivirlas y caminarlas se ha ido mimetizando, nadie lo notará como un extraño en estos escenarios.

El calor es insoportable en estos barrios donde pasará unos días mientras, contacta, negocia y vende: emblemas, banderines, cornetas, cojines, pelucas para fanáticos del fútbol. Barrios construídos sobre una arena gris, gris que parece pintar todos los ranchos en medio de los cuales, se destacan tendidas en las cercas, los múltiples colores móviles de las ropas colgadas. A veces junto a un muro una planta compite con esta sequedad con flores, que en toda esta aridez destellan sus coloridas e inauditas presencias.

Alquiló una pieza. Compró agua para un baño. Los abundantes perros y cerdos se acercan por el olor a humedad. Con el sol encima es como si el agua no existiese. El pedazo de firmamento que ve desde la improvisada ducha, ese recuerdo de un azul indescriptible y las leves nubes son el cobijo que lo hacen sentir en este planeta. A su mujer nunca le ha regalado una nube, porque son pasajeras, eso sí, en las cómplices noches le ha regalado «las Tres Marías, la Cruz del Sur y a Venus» que siempre podrá identificar en la bóveda celeste y recordarlo a él, su astrónomo enamorado.

Los radios se oyen por doquier. «Animo pueblo», en este partido ganará el país, «mi patria querida»; tenemos que remontarle, ganaremos como sea, repetiremos ese bonito 5-0. Aprovechen esta fiesta, sonrían. Le fue bien, vendió, bebió y terminó haciendo fuerza por el triunfo radial anticipado. Al final, el empate es «analizado en profundidad» como una extraordinaria victoria.

Ahora, de regreso a su casa, no sabe cuántas horas o días durará la travesía. La carretera por el páramo, sin puentes ni mantenimiento, es siempre una sorpresa. No se va por el camino veneco porque comprar el permiso le sale muy caro y además no sabe muy bien eso de tramitar papeles.

Ya se ve el llano, se alegra, todos sus sentidos, se estremecen por la cercanía de la casa. En la que lo esperan el afecto de su mujer, sus hijos, los cuadros de su equipo preferido, su música y las fotos familiares. Llegar no es, pues, un hecho intrascendente, lo esperan, además, aquellos amigos con los que migró hace 15 años atraídos por el boom del petróleo; como siempre llegaron de paso para hacer billete, esperanza con la que se quedaron allí rebuscándole a la vida, aprendiendo nuevas costumbres, comidas y rituales y manteniendo los propios, para no sumarle a la lejanía el olvido de cómo «se vive en su tierra».

Al llegar al barrio, los saludos no se dejan esperar. Como siempre nadie sabía de su regreso. La calle le parece algo cambiada. La sorpresa: su mujer no está en la casa. Su hijo mayor está contando los bloques de la pared que ayer fue un «paroy»… Admiración en su cara, sonrisa, carrera y abrazo con sus reacciones al ver a su padre; ¿y su mamá? El hijo piensa la respuesta: está reunida en el Comité de Vivienda del barrio, es más, es de la Junta. Llegan sus otros hijos, anhelantes; estaban bombeando el agua, era el turno para su manguera.

Disfruta de su espacio, de los sentimientos y alegrías que suscita el ámbito familiar. Oye el relato de su mujer: aquí han cambiado muchas cosas, ahora entendemos que la casa es sólo una parte de nuestras carencias, que el barrio debe tener árboles, escuela, parque, mercado y que sin este mejoramiento no tendremos mejor calidad de vida.

Compadre, yo no he ido a las reuniones pero me han contado que todo es muy explicado y los vecinos están muy entusiasmados. Mi mujer se inscribió, mañana iremos al Comité de cuadra para definir en qué actividades vamos a participar para construir nuestras casas.

Se integra a esa dinámica. A través del diálogo con los profes y estudiantes de la Universidad, encuentra que la utopía del logro colectivo es una realidad, al fin y al cabo todos tienen las mismas necesidades y entre todos las deben resolver. El, que siempre ha solucionado y conseguido todo sólo, entiende, se anima y esperanza ante la otra fortaleza que tantas veces en su andareguiar le ha salvado: la solidaridad y el abrazo oportuno de sus conocidos en las situaciones difíciles.

No se sabe muy bien porqué. Pero está aquí en las ferias del pueblo relatando animadamente e invitando a sus amigos para que se organicen y busquen apoyo en la Universidad. Se desborda en su entusiasmo y reivindica la posibilidad de tener espacios para todos en los cuales no sean extrañas la seguridad, la convivencia, la paz, los sueños y la magia.

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